Escapar al fuego de la violencia de género

Opinión 15 de diciembre de 2019 Por Moira Corendo
En la localidad de Tunuyan, Mendoza, Luciano Javier Montoya Martínez golpeó, apuñaló y prendió fuego a su mujer.
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El miércoles 4 de diciembre, en la localidad de Tunuyan, Mendoza, Luciano Javier Montoya Martínez, de 44 años, golpeó, apuñaló y prendió fuego a su mujer, cuya identidad es reservada. La semana pasada fue finalmente imputado y trasladado a prisión, el fiscal del Valle de Uco, Jorge Quiroga, le endilgó tentativa de femicidio, un delito que prevé de 10 a 15 años de cárcel. Según consta en los testimonios declarados en la causa, se produce una discusión por celos de Montoya hacia la víctima, luego empieza a golpearla con los puños, le apunta con un arma de fuego y la apuñala en el abdomen, ella logra escapar momentáneamente y encerrarse en una habitación de la propiedad. El violento insiste, abre la ventana, la empapa con alcohol etílico y prende fuego al cuarto. Fue internada en el Hospital Scaravelli con una herida punzocortante, politraumatismos varios y quemaduras en su brazo y pierna derecha.   

La violencia de género es un emergente social que debería ser tratado como emergencia nacional en cuanto a leyes y estatutos, si bien, en los últimos tiempos, se han producido saltos cualitativos para su prevención, sanción y erradicación, no son suficientes las herramientas institucionales con las que se cuenta. En nuestro país se produce un femicidio cada 36 horas y los hechos de violencia machista son incalculables teniendo en cuenta que las denuncias no reflejan la realidad. El contexto social también se ha ido modificando y realizar una denuncia ya no implica, en general, pasar por las vejaciones y desestimaciones de antaño, que ocurrían en las comisarías. Sin embargo, denunciar, continúa siendo la decisión más difícil para la víctima, porque hasta llegar a ese momento, debe atravesar por situaciones de tanta fragilidad que muchas veces, demasiadas veces, no pueden sobrellevar. 

El violento va menoscabando a la víctima de manera tan paulatina que al comienzo es difícil de visualizar, los celos, casi siempre son el punto de partida. “Si me cela es porque me quiere”, “Es celoso, hay que entenderlo”, “Te celo porque me muero si te pierdo”, “Te celo porque sos mía”. La romantización de los celos ha justificado la violencia desde que el varón comenzó a sentir que el cuerpo de la mujer debía ser colonizado, las matrices de aprendizaje compuestas por escenas arcaicas, se manifiestan mediante la evocación de las relaciones de poder, no sólo en el ámbito privado sino también en el público. Estas relaciones de poder en el orden social se expresan en desmedro de la mujer, con sueldos menores al de varones que realicen la misma tarea, cargadas con obligaciones tanto desde lo laboral como desde lo familiar, discriminadas con el llamado techo de cristal sólo por ser madres, asimismo, enjuiciadas socialmente si deciden no serlo. Este modelo relacional es al mismo tiempo, reproducido en el orden microsocial, es decir, en cada familia.

Así ha crecido el violento, pensando que la mujer es suya, y si es suya cualquier contrariedad que ella manifieste, debe ser castigada como parte de un mecanismo aleccionador, no sólo para ella sino para todas, además de una vidriera que muestre a otros varones lo buen macho hegemónico que es. Estos procesos son inconscientes y se han internalizado de generación en generación transcribiendo premisas en las que el varón debe ser fuerte, proveedor y con autoridad sobre la mujer. Está claro que también las mujeres internalizamos esas matrices de aprendizaje, tal es así que escuchamos con frecuencia expresiones como: “Se queda ahí porque le gusta que le peguen”, “Es una relación enfermiza, los dos tienen la culpa”, “No puedo entender que permita que le pegue” Ni por un momento nos ponemos a pensar que la autoestima de la mujer violentada, tiene niveles tan bajos que ella misma ha llegado a creer que merece el castigo. O que quizás no tiene a donde ir, porque en este país, ser pobre y ser mujer implica ser doblemente violentada, ¿a dónde va a ir si la pobreza estructural que la tiene cautiva no la deja siquiera alimentarse? Tampoco nos detenemos a pensar en que tal vez tenga tan incorporado el mandato familiar que no quiere alejar a sus hijos de su padre. Tantas posibilidades como casos de violencia, demuestran la complejidad del emergente social. 

El Estado tiene obligación de velar por el bienestar de las víctimas, en lo físico como en lo psicológico, proclamando entre otras cosas, la ley de emergencia nacional en violencia de género. No obstante, no sólo es responsabilidad estatal. La lucha contra la violencia de género no implica una lucha de mujeres contra varones, sino muy por el contrario, una lucha de todos, una pelea por la equidad de género donde varones y mujeres tengan los mismos derechos y, sobre todo, donde no muera ninguna mujer más a manos de un celoso que piense que si no es de él no es de nadie, de un celoso que prefiera verla arder entre las llamas, que verla brillar por su propio fuego. Esa mujer no sólo no es de él, sino que ella debe ser parte de una comunidad que la comprenda y no la juzgue, que apoye y no señale, que pregunte menos y abrace más, con mujeres que sororicen realmente y que adviertan que detrás de cada golpe resistido, hay una historia de lucha. 

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