Ramona

Opinión 24 de mayo de 2020 Por Moira Corendo
Ramona Medina, vecina del barrio Villa 31 de Retiro, murió el pasado domingo de coronavirus a sus 42 años.
josenico-ramona3-9151
Ramona Medin Foto: gentileza

Ramona Medina, vecina del barrio Villa 31 de Retiro, referente del área de salud de La Casa de las Mujeres y las Disidencias, además militante durante muchos años en la organización barrial La Poderosa; murió el pasado domingo de coronavirus a sus 42 años. Pasó sus últimos días internada al igual que toda su familia ya que todos están contagiados, entre ellos su hija con discapacidad múltiple. Ramona correspondía al grupo de riesgo a causa de ser insulinodependiente conjuntamente con cinco de las ocho personas que habitaban su hogar. Fueron numerosos los reclamos que realizó por la falta de agua en el barrio en medio de la pandemia.  

Cuando se informó su muerte pensé al mismo tiempo, en la muerte de Ana Frank y en como su testimonio nos relata detalladamente su contexto histórico. Era una niña judía que muere en un campo de concentración en el norte de Alemania junto a su hermana Margot, de tifus, pero ocasionada por las deplorables condiciones de higiene en las que estaban inmersas. Antes de morir estuvo encerrada durante dos años en la bohardilla de las oficinas donde trabajaba su padre con ocho personas, escondidos de los nazis, hasta que finalmente los descubren y trasladan a un campo de concertación. Durante su encierro escribió su famoso diario donde deja testimonio de los días de reclusión. 75 años después, Ramona, también deja testimonio de su padecer, realiza un video que se viralizó donde expresa las condiciones de abandono estatal por las que estaba atravesando ella y su familia, en él indica: “Hoy es 3 de mayo, ocho días llevamos sin agua y nos piden que nos higienicemos, que nos lavemos las manos, que él (Horacio Rodríguez Larreta) se quede en mi casa un día y vea el terror, el miedo, la desesperación de no tener agua y el miedo a contagiarte este virus que es terrible”. Muchas veces expresó sus reclamos, pero no fueron atendidos. Tal como Ana Frank, la muerte de Ramona nos deja ver otro genocidio, el de la pobreza en la postmodernidad. Las grandes ciudades crecen a ritmos capitalistas y exponenciales, construyendo modernas autopistas que dejan ver a sus costados la contradicción misma entre el consumo y la carencia, entre la riqueza y el vacío, entre el pleno confort y la falta de un elemento tan indispensable como el agua, entre el monopolio de las tierras y los que pagan por alquilar lo que nunca será suyo. La postmodernidad expresa la desigualdad con tal ferocidad que deja al descubierto el dolor de tripas que ocasiona el hambre, la enfermedad y el tormento. La salud de los habitantes de los barrios populares está en emergencia desde hace décadas y la presencia del coronavirus socava la endeble posibilidad de salir airosos de la pandemia. Se esconde la pobreza en bohardillas como las del papá de Ana, más no para salvar la vida, sino solamente para creer que de esa manera se solucionará mágicamente la problemática obteniendo más votos que a su vez, continúan perpetuando más y más el conflicto de clases donde unos pocos tienen mucho y millones no tienen nada.  

A Ana Frank la mataron los nazis en tiempos de la segunda guerra mundial, a Ramona, ¿quién la mato en tiempos de libertades personales y democracia, en tiempo de República? ¿Quién la deja morir luego de escucharla con la voz cortada por la angustia?, con la voz ronca de tanto decir sin ser percibida, la voz rota de todo lo que calló ese cuerpo durante años. La mata el Estado con su abandono, con su decisión de no actuar con urgencia frente a la emergencia sanitaria, con su falta de contención. Y nosotros como sociedad también la matamos un poco con nuestra indiferencia, con nuestro empecinamiento en pensar: “salvase quien pueda y quien tenga como”, nosotros y nuestra costumbre de mirar para otro lado cuando se habla de pobreza, llenos de prejuicios y representaciones sociales que ven al otro como enemigo, como quien nos va a quitar lo propio. 

Sin embargo, por más que nos hagamos mil preguntas, Ramona ya no está y nos duele a todos. Su muerte no debe ser olvidada y servir para que se mejoren las condiciones concretas de existencia de los millones de habitantes de barrios populares, para que sean mirados y respetados, escuchados y sostenidos en sus necesidades, para que dentro de otros 70 años no haya más víctimas de la pobreza y la desidia que definan contextos como los de Ana y Ramona. 

Boletín de noticias