Los Wichis y una nueva manera de morir
El coronavirus en los pueblos originarios se convierte solo en una amenaza más para la vida.
Según datos aportados por la ONG ambientalista Greenpeace, desde el 15 de marzo al 30 de abril, en plena cuarentena, se desmontaron 9.361 hectáreas en las provincias de Santiago del Estero, Formosa, Salta y Chaco. La deforestación tiene como consecuencias el cambio climático afectando el ciclo del agua y provocando mayores inundaciones, pérdida de la biodiversidad, menor absorción del carbono, calentamiento global, además de la desertificación de la tierra degradando el potencial biológico del suelo fértil y productivo. La situación ambiental nos afecta a todos, no obstante, el desmonte a los pueblos originarios, les va causando un muerte lenta y dolorosa que los engulle en medio de la voracidad económica de empresarios agropecuarios y la complicidad funcional del Estado.
Mawó vive en una comunidad Wichi del Chaco Salteño, en una pequeña casa construida sobre cuatro horcones de palo santo, las paredes y el techo están confeccionadas con ramas y revestidas de adobe. La casa no tiene delimitantes ya que consta de un único espacio donde él y su familia residen; no tiene baño, ni agua potable. Debe caminar tres horas para conseguir agua; cuando algunos días ve aparecer el camión cisterna que los abastece, siente que no está tan alejado del “hombre blanco”, así es como llama a los que viven en las ciudades, que no los han olvidado, al menos por ese día. Se cocina fuera de la casa, la fogata interior se prende solo para la calefaccionar ya que en invierno la temperatura puede bajar hasta 3° bajo cero, con máximas en verano de hasta 48° y cuya refrigeración consta de un enorme algarrobo donde sucede toda la dinámica familiar. Mawó expresa bajo ese algarrobo con la mirada vidriosa y lejana: “la tierra es mi vida”.
Durante muchas generaciones vivieron de lo que el monte les daba y de la pesca, eran agricultores y cazadores, sin embargo, ahora el monte entrega cada vez menos debido a su aniquilación paulatina a manos del desmonte, las fuentes de agua se fueron secando o contaminando por el uso de fungicidas; asimismo, el desmonte se lleva a su paso las hierbas medicinales, germen de su cultura ancestral y milenaria, dejándolos vacíos de idiosincrasia.
Como si las muertes por desnutrición, deshidratación y dengue no fueran suficientes, ahora también se suma una nueva amenaza, la pandemia de coronavirus acorralando no solo a los legendarios habitantes de la comunidad, sino a toda la población, ya que la salud es privativa en todos sus miembros en mayor o menor medida. La comunidad cuenta con un gran número de enfermos crónicos que subsisten sin medicación esperando y temiendo que el cuerpo un día diga basta. Son tantos los factores que causan las deficiencias sanitarias por las que deben atravesar que resulta imposible focalizar en sólo uno de ellos, si hasta el traslado hacia los centros asistenciales por las distancias y la ausencia de medios, resulta una travesía que compromete aún más la salud. Así es como el coronavirus en los pueblos originarios se convierte solo en una amenaza más para la vida, una nueva manera de morir ante la aniquilación actual.
Hace cinco siglos la invasión del imperio español esclavizó, torturó, explotó y evangelizó a los pueblos originarios, los llamaban “matacos”, es decir, animal de poca monta, los humillaban reduciéndolos a pequeños grupos, quitándoles sus creencias, sus celebraciones, su ideología, su identidad. ¿Qué diferencia hay entre esa forma de exterminio y la que ejerce el Estado actual sobre el pueblo Wichi? Con la desidia y el abandono seguimos matando a los pueblos originarios, continuamos vejándolos, quitándoles sus tierras, robándoles el sustento que les otorga la naturaleza, desvalorizando sus conocimientos, obligándolos a pertenecer al sistema económico a fuerza de hambre, discriminándolos. A pesar de años y años de maltrato, los Caciques wichis siguen luchando con la dignidad íntegra para sus nietos, resisten en pos de las próximas generaciones, continúan exigiendo por sus derechos, por la preservación de su idioma y de su cultura, por la valoración de sus plantas medicinales, por el reconocimiento de sus tierras para la siembra en un monte libre que les proporcione agua y alimentos.
Pareciera que el Estado no puede dar respuesta, no sabe ni por dónde empezar, quizás debería empezar por no dejarlos morir de hambre y sed, por acercarlos al sistema de salud y a un plan alimentario serio, por hacerlos sentir parte de la sociedad, por darles las herramientas para su abastecimiento y por dejar de matar su hábitat con cada nueva aprobación de desmonte que aumenta las arcas estatales de manera directa o indirecta. La tierra debe volver a ser vida para Mawó y su comunidad, porque en ellos viven aquellos a los que sometió el poder español y en ellos serán libres algún día.
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