Octubre de 1983: un colimba, un país, y un inmenso mar de incógnitas
Hace cuarenta años la República Argentina se enfrentaba a un desafío. Y la vida ponía a cada uno de los argentinos ante la encrucijada fundacional del destino por venir, de su destino, del destino del país.
Octubre de 1983 comenzó con un fin de semana. En el Centro de Incorporación y Formación de Conscriptos de Marinería de Campo Sarmiento, en la Base Naval de Puerto Belgrano, los “colimbas” de la cuarta tanda de la Clase ’64 nos preparábamos para la primera salida luego de intensos días de “capacitación”.
La cuarta tanda estaba integrada por los ciudadanos pertenecientes a la jurisdicción del Distrito Militar Córdoba. Éramos muchachos de 18 o 19 años, del este, centro, norte y oeste del territorio provincial. Tras los dos meses de instrucción se acercaba el momento de la definición del destino donde pasaríamos los próximos doce meses, hasta completar el período de tiempo que duraba el Servicio Militar Obligatorio en la Armada Argentina.
Los fines de semana en Campo Sarmiento eran particulares. Se oían historias que develaban las heridas de la reciente Guerra de Malvinas. Algunos sobrevivientes encontraban en el alcohol un escape de lo que los atormentaba. Era cruel ver a esos hombres sometidos a sus pesares, al recurrente recuerdo del hundimiento del Crucero Gral. Belgrano, del combate, de la muerte. En la rutina cotidiana eran instructores rigurosos, en las noches del fin de semana eran frágiles hojas abatidas por la tormenta que las llevaba a lo que les tocó vivir.
Aquel primer franco fue la salida de un malón de muchachones vestidos con su uniforme de gala. Cientos de “marineritos” que deambulaban de un lado al otro por la calle Bernardo de Irigoyen, que se sentaban en la plaza y veían el mundo pasar.
El inicio de la primera semana hábil de octubre nos trajo a la quinta tanda de conscriptos. Los recién llegados venían a ocupar nuestro lugar. Ellos provenían de lo que en aquel tiempo se llamaba Gran Buenos Aires. Eso que en el siglo XXI pasó a ser el “AMBA”.
Los jefes de las Compañías convocaron a los “colimbas” cordobeses que teníamos el secundario completo y nos asignaron la tarea de completar una encuesta socioambiental con los recién llegados. Ese momento quedó marcado para mí. Ellos respondían las preguntas referidas a su situación familiar, su nivel de estudios; y mis ojos empezaron a posarse sobre una realidad hasta ese momento oculta. Su escasa instrucción, su pertenencia a familias en descomposición, develaban una crisis en ciernes, la cara oscura de la resplandeciente capital del país.
Luego llegó el momento esperado: el destino asignado a cada uno de nosotros. Algunos se irían para el lejano sur, otros para el no tan lejano sur, varios para Mar del Plata, los afortunados (tal vez “recomendados”) que terminarían en Buenos Aires. Y los que nos quedamos en Puerto Belgrano.
A dos meses largos de haber llegado, tomamos nuestra bolsa marinera y marchamos por las amplias avenidas de la Base Naval hasta el Cuartel Base, nuestra nueva casa. Llegar allí, ocupar la cucheta que nos correspondía y luego soportar el robo de lo que teníamos era el programa que nos esperaba.
La permanencia en la Base implicaba cumplir funciones durante parte del día en sus dependencias. Luego disponíamos del tiempo que, en la medida de lo posible, usábamos para recuperar el contacto con el mundo exterior.
Eran los días de la campaña electoral con vistas a la elección que el gobierno del “Proceso de Reorganización Nacional” había convocado para el 30 de octubre. En el tránsito hacia la cita con las urnas tocaba la llegada de Raúl Alfonsín. Gracias a la radio nos enteramos de un acto proselitista que tendría lugar en Bahía Blanca. Se nos ocurrió ir. Al subir al colectivo que unía Punta Alta con Bahía Blanca supe que no era el único que quería saber de qué se trataba.
La convocatoria era en la Plaza del Sol, en pleno centro bahiense. Desde temprano se había empezado a reunir una multitud. Pero lo pintoresco de la previa eran las numerosas gorras blancas de los “colimbas” navales cerca del palco, entremezcladas con las folclóricas boinas blancas que identificaban a los militantes de la Unión Cívica Radical.
Al caer la noche fluía una energía mágica, la expectativa crecía, hasta que llegó el momento del discurso del candidato presidencial. Raúl Alfonsín desplegó su arte y se dirigió a la multitud hablando de las ideas que proponía. El punto culminante fue lo que llamaba el “rezo laico”, ni más ni menos que el Preámbulo de la Constitución Nacional. Ese que yo había aprendido hurgando entre los útiles escolares de mis hermanos mayores, impreso en un cuadernillo de tapas rosadas. Ese que me explicaron en la secundaria desde un destartalado libro de Instrucción Cívica. Ese que cobraba nueva vida en la voz del hombre que aspiraba a guiar a los argentinos. Aquella energía mágica se potenciaba palabra tras palabra del líder radical. Aquella energía quedó en nuestro interior, aun cuando emprendimos el regreso a la Base Naval.
Octubre de 1983 terminaba prácticamente con un fin de semana. El domingo 30 era el día de la votación en el país. Ese fin de semana quedamos acuartelados, aunque algunos no habíamos sido asignados a la custodia del acto electoral. La jornada en el Cuartel Base fue tranquila al máximo. La tarde soleada se iba despidiendo cuando alguna que otra pequeña radio traía noticias de lo que pasaba.
El acuartelamiento duraba hasta las 21. Luego de esa hora salí del Cuartel Base. Caminé por las avenidas bordeadas por eucaliptus gigantescos rumbo al Puesto 1. Salí de la Base y me paré en la avenida Colón. A esa hora no había mucho tránsito. Me dirigí al Taquillero “Antorcha”, ese lugar en donde se podía guardar la ropa de civil, lejos de las largas manos de los “amigos de lo ajeno” del Cuartel Base.
Al llegar vi en la recepción que estaba encendido un televisor de 14 pulgadas. La imagen en blanco y negro de un canal bahiense mostraba gente en las calles de Buenos Aires mientras empezaban a circular los resultados de la elección.
Fue en ese momento que pensé que ellos habían votado por mí, que ellos habían elegido el destino para mí, que por estar bajo bandera no había podido votar. Y pensé que mi familia, mis amigos, mis seres queridos habían votado por mí. Y pensé que ese día ellos me subieron al barco que íbamos a tripular. Ese barco que debería navegar por mares tempestuosos, después de una larga noche oscura. Pero el timón de ese barco lo manejarían nuestras manos. Las de ellos y las mías, que no voté aquel día.
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