Platos de colores
Durante el aislamiento los comedores comunitarios se multiplicaron y los que ya funcionaban, triplicaron sus raciones debido a la crisis económica.
Durante el aislamiento los comedores comunitarios se multiplicaron y los que ya funcionaban, triplicaron sus raciones debido a la crisis económica por la que estamos atravesando. Clubes de futbol, centros vecinales, organizaciones barriales que se desempeñaban en otras actividades, adecuaron sus tareas y sus instalaciones para poder alimentar a sus vecinos.
Carla es empleada doméstica de manera informal, trabajaba en la casa de “su patrona” de lunes a viernes, de 8 a 18, llegaba a su casa para prepararle la cena a sus tres hijos alrededor de las 20. La vida no era fácil para ella, ya que el suyo es el único ingreso con el que cuenta la familia, sin embargo, disfrutaba de sus hijos, de su hogar, de llevar una vida muy sacrificada pero tranquila. Con la llegada del aislamiento, no pudo dirigirse más hacia su trabajo y su patrona no continúo pagándole el sueldo, le dijo: “No puedo Carla, total vos te arreglas con las asignaciones, siempre viviste con poco”. Antes de la pandemia no era necesario que Carla o sus hijos asistieran al merendero del barrio, pero luego de quedarse sin su sueldo, no hubo otra alternativa.
El primer día llegó sintiendo un nudo en el estómago, no sólo por el dolor que causa el hambre, sino también sentía vergüenza por que la vieran sus conocidos, vergüenza por no tener que darles de comer a sus hijos, por tener que pedir. La cabeza gacha, la voz suave, temerosa, tratando de pasar todo lo desapercibida que pudiera. Pero allí no querían que pasara desapercibida, todo lo contrario, las mujeres representantes del comedor querían que se sintiera parte, la trataron con mucho afecto, le preguntaron de donde era, la invitaron, la cuidaron, le hicieron entender que no tiene por qué tener vergüenza. Se fue a su casa y les brindó a sus hijos esa comida sabrosa que le habían entregado, pensó que, contrario a lo que ella creía, se sentía bien por primera vez en varias semanas. Comenzó a ir todos los lunes, miércoles y viernes, que son los días que se entregan las viandas y pronto decidió unirse, colaborando en la preparación de la comida. Ese grupo le brindó a Carla mucho más que comida, la alimentó, la resguardó, la sostuvo. Formar parte de un grupo nos remite a los grupos anteriores que nos han constituido como sujetos y nos reedita viejas imágenes guardadas en el inconsciente, es así como desempeñamos antiguos modos de operar, en nuevas situaciones. Es por eso que el sostén o la ausencia de él, en el grupo primario, se busca durante toda la vida mientras somos parte de nuevos grupos. Participar de un grupo como el que Carla comenzó a integrar, en el que se persigue un objetivo común, donde cada uno desempeña una función y se entraman estructuras vinculares, fortalece su Yo brindándole herramientas psíquicas para enfrentar este momento de crisis.
En nuestro país los comedores comunitarios, si bien comienzan a aparecer a finales de la década del 80 con la crisis hiperinflacionaria, tienen su etapa de máximo desarrollo durante la crisis del 2001, allí las ollas populares que se implantaban en plena calle, alimentaban a un grupo de vecinos. Esos mismos vecinos, luego se fueron organizando para establecerse comunitariamente en el garaje de alguno de ellos, en la galería, en el galpocito de atrás, cualquier espacio donde entraran los tablones y bancos era bien recibido para comenzar a funcionar como comedor. Con platos y tazas de muchos colores y diseños, ya que la vajilla se va integrando con donaciones, con ollas enormes de guisos calentitos, algunos con cocina, otros realizan la cocción a leña, pero todos funcionando con el objetivo primordial de apalear el hambre; a su vez son un lugar de encuentro, de convivencia comunitaria en el cual sus integrantes se sienten acompañados, escuchados, se van formando lazos y también proyectos. Algunos también brindan talleres, clases de apoyo escolar, formación de oficios, pero sobretodo un gran sostén emocional. Durante la pandemia no se permite el contacto estrecho, no obstante, continúan las relaciones vinculares y afectivas, ahora con distanciamiento social.
Para los referentes de los comedores no es fácil mantenerlos, ver cómo se van agotando las provisiones con cada comida produce mucha angustia. Toman su trabajo con tanta celeridad sabiendo que, si un día no hay que meter en la olla, implica que muchas personas no vayan a comer nada en todo el día, esa angustia es comparable a la de Carla por no tener que darles de comer a sus hijos, pero multiplicada por decenas de familias. La gran mayoría de ellos no recibe ningún tipo de apoyo estatal, sólo con la solidaridad del barrio, siguen adelante. Al mismo tiempo, ese lugar que alberga sostén es la muestra más clara de la emergencia alimentaria, de la desidia estatal, del fracaso del sistema económico capitalista, del hambre en su máxima expresión. La multiplicación de los comedores denota con crueldad, la desigualdad social y desnuda la necesidad de tantos. Es el Estado quien debe garantizar el alimento, el trabajo y la salud del pueblo.
Sabemos que los proyectos comunitarios son siempre la salida ante las crisis, pensar con otros en propósitos que incluyan el bien común contiene subjetivamente. Cuando perdemos la capacidad de soñar, lo perdemos todo y es, en lugares como los comedores comunitarios, donde pueden recuperarse, no sólo porque alimentan el cuerpo sino porque nutren sueños, sueños de colores como los platos, que logran que Carla y muchos otros, nunca más vuelvan a sentir vergüenza por tener hambre.
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