La defensa del agua

Opinión 29 de diciembre de 2019 Por Moira Corendo
Los mendocinos se movilizaron en protesta por la modificación de la ley 7722 y lograron que no se reglamentara.
MineriaMendoza

El pueblo mendocino se movilizó el pasado lunes frente a la Casa de Gobierno en repudio de la modificación de la ley 7722 aprobada el viernes 20 y que habilitaba la actividad minera con el uso de sustancias químicas. Miles de personas le exigieron al gobernador Rodolfo Suarez que vete dicha legislación.

Durante la marcha, considerada la más grande de la provincia, el Estado, fiel a su función de coacción con el monopolio de la fuerza, instó a la policía a lanzar balas de goma y gases lacrimógenos para dispersar a la multitud. Laura Vidal, miembro del área de campañas de la ONG Greenpeace sostuvo: “Tras la modificación de la ley 7.722, la provincia permitió el uso de ácido sulfúrico, cianuro y otros tóxicos en el desarrollo de la megaminería, lo que generará el faltante y la contaminación del agua de la provincia. La provincia atraviesa la peor sequía desde que se tiene registro. En vez de velar por los escasos recursos hídricos de Mendoza, el arco político provincial favoreció el desarrollo minero contaminante”.

La agitación social que provocó fue tal que el Gobernador se vio obligado este viernes en horas de la tarde, a dar marcha atrás con la iniciativa y por twitter publicó: "En base al diálogo y la escucha de todos los sectores de la sociedad, anuncio la presentación del proyecto de ley para la derogación de la ley 9209.". La comunidad mendocina, en una acción mancomunada, fue escuchada en esta primera instancia. 

Si bien estamos sumergidos en la mayor crisis ambiental de la historia del planeta, también se puede apreciar, producto de la misma, como el tema está presente en todos los ámbitos, desde el orden gubernamental hasta las manifestaciones espontáneas en las calles, pasando por las empresas y las instituciones educativas. No siempre fue así, no siempre nos importó cuidar el agua y realizar acciones para su preservación y calidad.  Nuestra generación, la que desarrolló la consciencia ambiental cuando ya habíamos desatado la crisis, no tenía ni la menor idea del daño que causaba.

La contaminación del agua de lagos y ríos fue producto de nuestro accionar derramando allí los desechos, las aguas residuales, productos químicos, vertidos industriales y petroleros, asimismo lo ocasionado por el crecimiento demográfico, la deforestación, el uso de pesticidas en agricultura con el objeto de maximizar la recolección y evitar el daño provocado por insectos.

El valor que le dábamos al ecosistema se resume en nuestras acciones cuando niños: prendíamos fuego a los sitios baldíos, arrojábamos basura a la calle sin ningún tipo de reparo y hasta nos reuníamos con amigos a pegarle con la honda a los pájaros, esa era una actividad normalizada y parte de los juegos recreativos de la época. Qué ironía cruel, ahora vegetariana desde hace años y de pequeña lastimaba pajaritos. Y así crecimos, sin consciencia del perjuicio.  

El postmodernismo no ha hecho más que exacerbar los daños, pero también nos ha vuelto sujetos egoístas, egoístas con el planeta y egoístas con el otro, nos pasamos la vida mirando hacia nuestro propio ombligo, sólo interesados por aquellas personas con las que formamos un entramado vincular; el resto, no sólo no nos importa sino que realmente creemos que no debemos involucrarnos para no invadir sus espacios personales, digamos que estamos convencidos de hacerles un favor dejándolos solos, qué manera tan lineal de justificar el ensimismamiento que nos acapara.

El estilo de vida competitivo que impone el sistema económico logra que nos resulte mucho más cómodo quedarnos con nuestro punto de vista, sin tener que consensuar, sin tener que mirarnos en el espejo que el otro nos refleja, no vaya a ser que descubramos algo que no nos guste de nosotros mismos. Esa vorágine de narcisismo se expresa en la conciencia ambiental, cada uno de nosotros hace pequeñas o grandes acciones para revertir la crisis ecológica, más no alcanza si no aunamos esfuerzos, si no orientamos las políticas ambientales con la misma direccionalidad. La intolerancia a las diferencias es tan pronunciada que nos volvemos dogmáticos. Todos preocupados por el medio ambiente, pero construimos poco: el vegano pelea con el vegetariano, el vegetariano con el omnívoro; no hay nada más triste e innecesario que un vegetariano tratando de convencer a un omnívoro de que deje de comer animales. 

Esto no es una guerra de vegetarianos contra omnívoros, ni de veganos contra vegetarianos, festejemos que, en mayor o menor medida tenemos la posibilidad de elegir qué comer y compartamos las diferentes maneras de pensar y concebir la ecología, participemos comunitariamente sin fundamentalismos ni fanatismo que lo único que generan es mayor distancia entre unos y otros, luchemos todos por lo mismo, por un medio ambiente sano, por el respeto a los bosques nativos, por el cuidado del agua así como lo ha hecho el pueblo mendocino que nos ha dado una gran lección de lucha y movimiento social, integrando sus fuerzas, dejando de lado el egoísmo para que emerja el bien común. 

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