Los hombres no lloran

Opinión 02 de febrero de 2020 Por Moira Corendo
Desde pequeños, los varones son atiborrados de representaciones sociales, con relaciones de violencia totalmente normalizadas, que los configuran.
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A partir del 19 de enero, los medios de comunicación nos muestran, prácticamente durante todo el día, el asesinato de Fernando Báez Sosa a manos de 10 rugbiers en un boliche de Villa Gesell: como murió, dónde, el proceso de encarcelamiento, la rueda de reconocimientos, el penal donde están alojados, el dolor de sus familias, los mensajes de los otros presos que los están esperando y todo el morbo que gira en torno a eso; pero muy poco se ha hablado sobre la descomunal violencia que se ejerció y su origen.

Todos pensamos que el hecho realizado por “esos chicos”, ningún hijo nuestro podría haberlo perpetrado, posiblemente así sea, porque nos esforzamos mucho en criar varones que no conciban la violencia como instrumento de comunicación y respeto. Sin embargo, los diez rugbiers son hijos de esta sociedad y no de otra, han crecido aquí, con nuestras costumbres y creencias. Una sociedad que repudia estos hijos de la violencia pero que no se hace cargo de su crianza en un orden socio histórico donde la pobreza y la desigualdad entre las clases sociales es tan abismal como violenta. Si la vida fuera tan cruel y desalmada como para preguntarnos si preferiríamos tener un hijo asesinado o un hijo asesino, ¿qué responderíamos?

El primer martes de marzo de 1996, Gastón volvía de jugar a la pelota con sus amigos. Eran pasadas las 20 hs. y en el noticiero, su mamá veía un informe del día anterior que repetían incansablemente, el Presidente había expresado en Tartagal, Salta que próximamente, íbamos a tener naves espaciales saliendo de la atmosfera y remontándose en la estratosfera. Se acuerda perfectamente de la noticia por lo deslumbrante que le pareció en ese momento y lo irrisoria después, también porque era su cumpleaños número 13 y además porque quiso concentrarse en ella para evitar correr a los brazos de su mamá y llorar. Había llegado angustiado ya que, finalizado el partido en el potrero de la otra cuadra, sus amigos, a modo de felicitación por su cumpleaños, le hicieron el famoso “puentecito” o también llamado “capotón lloroso” donde todos le pegaban, escupían, incluso alguno, también manoseaba, mientras él lo atravesaba. Gastón no dijo una palabra ni ahí, ni después, pero sabía que ese acto tan cotidiano no sería fácil de olvidar. 

Desde pequeños, los varones son atiborrados de representaciones sociales que los configuran y les expresan de manera implícita pero también muy explícita, argumentos como: “Las nenas se cuidan, se protegen porque son frágiles”, “Los varones no lloran, no se quejan”, “Si te lastimas y llorás, sos una mamita”, “Si te pegan, se la devolvés y te defendes”, también les enseñaron a guardar todos los sentimientos para sí mismos, siendo válidos únicamente la risa y el enojo.

La violencia siempre estuvo habilitada socialmente para el varón como medio de expresión y escape ante la carga emocional que el silencio y el “deber ser” les proveían. A esos varones, como Gastón, que crecieron con relaciones de violencia totalmente normalizadas, es a quienes les pedimos, como si eso fuera tan fácil, que se deconstruyan; que de un día para el otro comiencen a dejar de lado todos los mandatos sociales, los privilegios de los que gozaron frente a las mujeres y las relaciones de desigualdad y complicidad con las que crecieron y constituyeron su subjetividad.

La sensación que experimentan ante esta debacle de sucesos que los interpelan, es que tienen que dejar todo lo que son para desencajar en alguien que desconocen. Sin embargo, ese desconocido va registrando poco a poco las prácticas machistas que ha realizado durante años y aparece el miedo, debatiéndose entre la culpa por los años de macho hegemónico y el silencio que tan bien aprehendido tiene, batallando así día y noche, entre la sensibilidad y la agresividad. Este conflicto existencial no es sólo de varones cisgénero, es decir, aquellos que autoperciben su género correspondiente con el asignado al nacer; sino de todos, incluidas las mujeres que no les dimos lugar en nuestra lucha feminista a los varones, que muchas veces nos enfurecimos con ellos sin entender las matrices de aprendizajes con las que fueron conformados como sujetos, también de tantas mujeres machistas que aún, en los tiempos que corren, continúan criando varones machitos. Está claro que las victimas del sistema patriarcal somos las mujeres, perjudicadas y pisoteadas por él, no obstante, es necesario contextualizar para comprender de dónde es que emerge la violencia. 

Debemos abordar e indagar sobre la construcción de las nuevas masculinidades, desde una perspectiva de género que invite a contemplar todas aquellas causalidades que llevaron a la cimentación de la subjetividad masculina. La violencia anida entre nosotros y es nuestra responsabilidad desenquistarla, reconocerla, olerla, trabajarla. Es posible construir nuevas masculinidades expresando otras maneras de habitarlas que ya no estén ligadas a la violencia y la humillación, previniendo las violencias de género y la promoción del derecho a una vida libre de violencia, donde el silencio de antaño de Gastón sea la posibilidad de poner en palabras el hoy.

La violencia de los asesinos de Fernando no tiene ningún tipo de justificación ni defensa, repudiable bajo todo concepto, mas no nos debería ser ajena, quizás no sea tan lejana a nuestra realidad como pensamos. A todos nos duele Fernando y eso se debe a que, internamente, sabemos que podría haber sido cualquiera de nuestros hijos, de un lado o del otro. 

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