Morir mil veces

Opinión 15 de marzo de 2020 Por Moira Corendo
En lo que va del año, se han producido 69 femicidios. Cada día, una historia, todas diferentes, mujeres diferentes son víctimas de violencia de género.
Femicidios

En lo que va del año, se han producido 69 femicidios, es inevitable encontrarnos con las noticias que los muestran, con los programas de televisión que los debaten, con las estadísticas que nos estremecen. Está claro que la fanfarrea mediática de los femicidios otorga rating y es ese el motivo por el que los canales de televisión los tienen como tema recurrente, sin embargo, los femicidios conforman un concreto real que más allá del número de rating, debe ser abordado.

La gran Rita Segato enuncia: “Los femicidios se repiten porque se muestran como un espectáculo”, si se me permite el atrevimiento de discrepar con tamaña antropóloga y teórica feminista, puedo decir que no se repiten porque se muestren como un espectáculo sino porque la lucha feminista ha logrado que millones de mujeres intenten salir de relaciones violentas, exigiendo libertades que antes no se creían capaces siquiera de soñar. El tan comúnmente llamado empoderamiento femenino ha hecho que muchos más varones tengan la necesidad de demostrar su poder, no permitiendo la autonomía que se les demanda. Asimismo, la visivilización de los casos consiente, por ejemplo, que el Observatorio en violencias de género “Ahora que sí nos ven”, obtenga sus estadísticas de los casos que muestra la prensa ya que no se les otorgan cifras oficiales desde organismos estatales.

Cada día una historia, todas diferentes, mujeres diferentes, con vidas diferentes, de todas las clases sociales, con diversas profesiones, con hijos o sin, con familias o amigos que las apoyas o solas, víctimas de violencia física o no. Distintas pero asesinadas más o menos con las mismas características: él la quiere tanto que sólo quiere estar con ella, poco a poco ella se va alejando de sus amigas, no porque él se lo pida sino porque ella también quiere quedarse con él. Pasado un tiempo quiere volver a compartir momentos y salidas con sus amigas, pero ya no puede, se ha alejado de todos, eso genera peleas, discusiones, algún que otro maltrato al que no le da importancia y es que la violencia de género engloba tantas otras microviolencias que son difíciles de reconocer.

Las matrices de aprendizaje machistas con las que hemos sido formados tanto varones como mujeres, dificultan el llamado de atención. Se va acostumbrando a pequeñas humillaciones que van pasando desapercibidas, se habitúa a los chistes, a las frases desafortunadas que transcurren como al pasar, a que la plata la maneje él porque es más organizado, a qué ella sea la que limpia porque siempre fue así, a que ella sea la que se ocupe de los niños porque tiene “instinto maternal”, a qué él llegue y necesite descansar en un hogar tranquilo, sin ruido de niños porque es el que está fuera de la casa todo el día, a qué le "ayude" a cocinar de vez en cuando, a que desestime sus opiniones. Se acostumbra a qué él necesite saber todo el tiempo donde está, a enviarle fotos que lo demuestren, incluso la ubicación para mayor seguridad, a avisar cada uno de sus movimientos, si total no cuesta nada informarle para que se quede tranquilo.

De a poco va concediendo derechos sobre su privacidad en pos de evitar una pelea o una mala cara. La busca, la lleva, la trae, la espera, y ella piensa que es porque es tan protector. El también cree que es por protector, que es su obligación cuidarla y perseguirla y acosarla cuando es necesario. Ella en algún momento comienza a sentir incomodidad, algunas cosas no le gustan, pero igual las acepta. El registro incómodo continúa hasta que se da cuenta que no quiere vivir así. Lo deja, él no puede aceptarlo y utiliza todas sus artimañas de caballero galante para que ella vuelva. No funcionan, los escenarios se vuelven de mayor intensidad, de mayor violencia, no acepta sus “no”. La amenaza, ella ya está preocupada, el miedo comienza a habitarla. La persigue a todas partes, la espía, la merodea sin que ella lo vea, aunque sospeche su presencia acechante.

Él ya ha perdido todos sus modales, se muestra tal como es, desafiante, opresor, violento, amenaza también a sus familiares: “Te la voy a mandar en un cajón”. La vida se vuelve un infierno para ella y su familia, la oscuridad los va envolviendo. Finalmente decide denunciarlo, piensa que la justicia podrá protegerla. Lo denuncia, le otorgan una orden de restricción que viola y la mata. La mata con el sadismo suficiente para realizar el asesinato en su lugar de trabajo, frente a sus compañeras, demostrando ante ellas su supremacía de macho, aleccionando sobre cómo hay que tratar a una mujer que se atreve a dejarlo.  También puede hacerlo delante de sus propios hijos porque no concibe perder la oportunidad de instruirlos, convirtiéndolos en hijos del femicidio, arrebatándoles parte de su infancia y de su vida en un segundo. La mata sola en su casa tratando luego de despedazar su cuerpo para ocultar el horror, como si al descuartizarlo lograra mutilar el machismo que lo llevó hasta ahí. Incluso puede prenderle fuego en la parrilla una vez muerta, estando viva también. Aunque todas sean historias diferentes, es esa misma mujer que muere una y mil veces, de mil maneras distintas, cada 23 horas, a manos del mismo varón que no puede comprender que ese cuerpo no le pertenece. 

Contamos sus historias porque así honramos su vida, no su muerte, porque sirve para otras que están pasando por lo mismo, porque conociendo los casos se logra visualizar la enorme problemática, porque es un emergente social y quizás así, algún día logremos que se declare la emergencia nacional, pero, sobre todo, hablamos de femicidios para que ellas no mueran del todo.

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